Sobre infantilizar la infancia
- Nerea Barroso
- 5 oct 2020
- 3 Min. de lectura
Vayamos por partes:
¿Qué es infancia? Para conocer su significado hay que remontarse a su origen. Infancia viene del latín "infans", que quiere decir "el que no tiene voz". A pesar de que yo soy la primera que usa esta palabra cuando escribo, me pregunto muchas veces por qué seguimos dándole uso a un significado tan empobrecedor. Si precisamente hablamos del cambio de paradigma que es necesario establecer hacia lxs niñxs, situándolxs como personas capaces y con mucho que expresar, ¿no?
Pues ahora vamos a retorcer más las cosas:
Infantilizar la infancia. Existe. Se da. Aunque quizás aún no había encontrado las palabras concretas para hablar de ello. Esta redundancia implica "no dar voz a lo que no tiene voz", es decir, que no solamente se cree que lxs niñxs no tienen capacidad de expresión, sino que ni siquiera se pretende reivindicar un cambio de mirada. Edificios, ciudades y espacios públicos están hechos para ser transitados por velocidades concretas, velocidades que solo son capaces de establecer lxs adultxs, que ya se han adaptado a una cultura y a una sociedad frenética, que obviamente, deja de lado las necesidades de aquellxs que presenten otros ritmos y necesidades. De esta manera se acepta el ver al niño/a como unx sujetx pasivx, que no tiene voz porque la ciudad no incluye lo que implica ser niñx. Se perpetúa así una infancia encerrada, sin escuchar y sin ser atendida. Creer que alguien no tiene voz lo anula como sujeto capaz y lo incapacita a empoderarse como ser pensante, crítico y autónomo.
Infantilizar, o no dar voz, es dar por hecho que la adultez es activa y la niñez pasiva. Bajo este esquema se entiende que, por ejemplo, el niño/niña necesita ser entretenidx porque no sabe jugar de manera autónoma o no puede. Que necesita de constantes estímulos simplistas, así como colores excesivamente llamativos en juguetes o constantes propuestas que, normalmente, vienen dadas sin ningún permiso o consideración a aquello que necesita verdaderamente el niño o niña.
Infantilizar es ejercer poder. Es una pequeña (¿o grande?) violencia. Es no tener en consideración lo que creo que no tiene voz. Es generar un mundo simple porque se considera que lxs niñxs no pueden entender la complejidad de la realidad en la que viven. En definitiva, es negarles no solamente el acceso a aquello que habitan, sino también la oportunidad para cambiarlo.
Dejemos de dar por hecho que lo que necesitan es pintar fichas. Empecemos a leer sus cien lenguajes, a pedir permisos, a no modular la voz como si fuéramos payasos para captar su atención, a tocar con tacto. Con-tacto sano. A preguntar. A no engañarles. A dejar de generar juicios.
Pero sobretodo, empecemos a observar nuestra práctica educativa, nuestra manera de atender y acompañar. Al fin y al cabo, somos resultado de cómo un adulto nos trató hace tiempo. Y lo más bonito de todo es que siempre tenemos la oportunidad para decidir si queremos seguir perpetuando aquellos patrones que no nos pertenecen y que nos restaron, o si queremos soltar esa carga para acompañar a personas libres de ese legado.
Con esta reflexión no pretendo revocar el uso de la palabra infancia. Al final, el valor que le damos a las palabras va estrechamente relacionada con las acciones o usos que las acompañan. De nada serviría sustituirla si nuestra práctica educativa sigue sin ver al/ a la niñx como ser capaz. Pero creo que está bien reflexionar sobre cómo hablamos, sobre nuestros orígenes y las maneras de entender el mundo que cimientan nuestra realidad. Es vital conocer de dónde venimos, honrar y reconocer lo vivido para dejar entrar lo nuevo. Porque de esta manera, deconstruyéndonos, incidimos y transformamos nuestros pensamientos, acciones y lenguaje.

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